Viernes Santo

El Barrio

Querido diario:

Te cuento que hoy he amanecido en el Boterón y que en el Boterón continuo ya con el día avanzado. Y habrás adivinado la razón: es Viernes Santo. Te escribo estas líneas aceleradas todavía conmovido por toda la catarata de impactos emocionales vividos hace unas horas, pero también con los sentidos alerta por lo que todavía sé que está por  suceder a lo largo de esta santa tarde. Así que prevenido, y muy cansado, busco refugio para mis desasosiegos y mis quebrantos en uno de los espacios más extraordinarios y queridos para mí. Más en esta santa mañana: la iglesia de San Nicolás. Aquí, en esta calma serena y silenciosa, parece que nada ha mutado en cientos de años. Y eso me conforta y tranquiliza. Únicamente el ajetreo que los cofrades traemos de madrugada hasta esta plazuela, altera el sosiego monacal y la rutina del lugar y de sus habitantes. Si no fuera por eso, San Nicolás y el monasterio de la Resurrección y el Boterón entero, seguirían hoy también el transcurrir lento y pausado de su día a día. El reino del silencio, de la cordura, de la paz, de la verdad. Mi escondite preferido en las primeras horas de la tarde de un Viernes Santo. San Nicolás.

Estábamos mi hábito y yo sentados plácida y santamente en uno de los bancos de la querida iglesuca, cuando me ha venido a la cabeza una cuestión singular. Te cuento. Siempre me ha dado la impresión de que la Piedad tiene dos personalidades. La una es la cofradía en San Cayetano, en su salida. Ahí se muestra magnífica, solemne, seria y hasta severa. Al volver a Zaragoza, la Piedad derrocha elegancia, personalidad y contiene en su mirada un mensaje tan profundo que hasta cohíbe y causa un reverencial respeto entre las miles de personas que acuden para verla incendiar la noche una madrugada de primavera  más. Una sensación, ésta del respeto, al que por cierto no son ajenos sus cofrades. La Piedad abruma en la plaza del Justicia y caminando por Manifestación y Alfonso. Es belleza en movimiento. En esto no hay disquisición alguna. Pero,¡ay amigo!, cuando el cortejo nocturno deja atrás la plaza de La Seo y el palacio Arzobispal y encara la calle del Sepulcro… ¡uf! Ahí todo cambia como por embrujo. En el Boterón la Piedad se relaja, se hace barrio, se siente en casa. Aquí la Piedad es otra Piedad. Más cercana, accesible, coqueta, bulliciosa, cantarina. Admite el piropo, la lindeza, la saeta. El aplauso chirría en la salida, pero contagia en la entrada. Mientras allí todo es riguroso, aquí todo es alegría. Allí la Piedad es de sus cofrades. Aquí es del barrio. Ese cambio de registro que experimenta la cofradía en el Boterón, siempre me ha fascinado. Y me sigue conmoviendo y asombrando tantos años después. Hoy me ha vuelto a suceder. 

Y pienso que esta sensación no me afecta únicamente a mí. En realidad los primeros cofrades que vinieron aquí pronto percibieron el pellizco que surgía como por encanto. La plenitud que la cofradía experimentaba en estas calles, las voces populares que le hablaban, las miradas, los ruegos lanzados en coplas y saetas… El Boterón es el lugar, ya lo he dicho más veces, donde la Piedad es más Piedad, en el que cobró sentido, se enraizó y se hizo grande y eterna. Hasta la rebautizaron: si allí era la cofradía de los señoritos, aquí es la cofradía de los gitanos. Todo pasó en este barrio. También la parte más espiritual se escenifica aquí de manera particular. De hecho, el Ejercicio de la Piedad es uno de nuestros apartados históricamente más relevantes y conmovedores. “El acto cumbre de nuestra cofradía”, decían los cofrades de la primera hora. Imperdible en su esencia aunque hayan cambiado las formas. Ya no hay mujerucas y hambre de posguerra.  Pero la Piedad sigue aquí en el siglo veintiuno, adaptando su ayuda y compromiso a otros tiempos, otras causas, otra realidad, otras carencias. Sólo nosotros permanecemos en el mismo sitio tantos años después. Pienso todo esto sentado en un banco apartado, consciente de que ya ha pasado un año más, de que el ciclo está a punto de cumplirse y de que todo se ha consumado. Emocionado, agradecido, cierro los ojos para volver a sentir en el rostro la caricia de esa luz tibia e inigualable de principios de primavera, que calienta sin quemar aún, y que encuentro sólo en este lugar, mientras velo el descanso de la Madre de la Piedad cada Viernes Santo en San Nicolás. Hoy es uno más, hoy es uno menos.

Pd: No quiero marcharme de San Nicolás sin que mi corazón de cofrade de la Piedad deje aquí una caricia y un recuerdo agradecido a la generosidad de quienes nos dan cobijo y nos acogen en su casa cada madrugada de Viernes Santo, desde hace casi noventa años. Las canonesas del Santo Sepulcro. Lo expresó inigualablemente don Carmelo Zaldívar Arenzana, hermano fundador y miembro de la primera Junta Consultiva. A él acudo: “La plazuela queda triste en el silencio de la noche. Tras el portón de la iglesia está la Señora con su Hijo muerto. Blancas palomas rodean su señorial figura. Son las monjitas del Santo Sepulcro, que velan su angustia en aquella noche mística del Viernes Santo”. Gracias.

Hasta pronto, querido diario.

(Continuará…)

Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad y del Sto. Sepulcro