Jueves, 27 de abril de 2023

Las Canonesas

Querido diario:

Te cuento que los días van pasando lenta y plácidamente, pero de manera inflexible. Parece que fue ayer cuando comenzaba la Semana Santa y sin embargo ya se está terminando el mes de abril. Después vendrá mayo, que pasará como un suspiro, y antes de que te quieras dar cuenta estamos en el verano. Tratando de pausar el correr de los días, de vez en cuando regreso a lugares que me devuelven a esos días mágicos que rompen mi rutinaria vida, en un intento como de aprensar los recuerdos, de revivir aquellas horas. Y así, un día de esta semana mis pasos errantes me llevaron de nuevo a San Nicolás. Ya te he dicho alguna vez que sufro de nostalgia regresiva, o algo así. Pero a lo que vamos. Te cuento que allí todo está como si nada hubiese pasado. En una mañana de lunes festivo, la calle del Sepulcro, la plaza de la Piedad, la plazuela de San Nicolás aparecen silenciosas y vacías de trasiego. Únicamente altera la sorprendente soledad del paseante el goteo de personas que se dirigen a la iglesia para asistir a misa. El Boterón, así visto, se me asemeja a una estampa de otros tiempos: tranquilo, sosegado, calmado, silencioso. Con las mujeres recién madrugadas que se aceleran camino de San Nicolás para no hacer tarde. Es como una Zaragoza reducida dentro de la Zaragoza inmensa. Y la iglesia menuda, humilde, me parece sin embargo el centro de una vecindad nacida y construida a su derredor, en un orden lógico y costumbrista, que se parece más al de un pequeño pueblo periférico que al de un barrio céntrico de una gran ciudad. Así que casi sin querer, como en un acto reflejo, sigo los pasos de esas personas y cuando me quiero dar cuenta estoy, otra vez, en el mismo banco en el que mi hábito y yo nos sentamos en las primeras horas de la tarde de cada Viernes Santo desde hace tanto, que ya ni me acuerdo de la primera vez. Y de pronto aparece como de la nada sor Isabel arreglándolo todo con paso rápido, con mano firme, con la decisión de la costumbre. Sin embargo cada gesto, cada paso, emana una delicadeza, una bondad, una naturalidad exenta de boato ni artificio, que tal vez sin pretenderlo transmite al observador un mensaje de serenidad absoluta, de paz secular. Y como aquí a mí siempre me da por pensar… Pues eso, que me puse a pensar.

Y viendo trasegar a sor Isabel y a sor Ana disponiéndolo todo para la inmediata celebración, se me vino a la cabeza la larga relación entre los cofrades de la Piedad y ellas, las dueñas y señoras de este santo lugar desde siempre: las canonesas. Aquí, en esta misma iglesia, las canonesas del Santo Sepulcro nos dan refugio y nos acogen cada Viernes Santo desde casi el mismo origen de la cofradía. Representan y son, por lo tanto, parte fundamental de nuestra existencia. Puede que sin ellas, sin su iglesia y sin su monasterio, sin su rica historia y su afecto, la Piedad hubiese llegado asimismo a ser la Piedad. Es posible. Pero desde luego la Piedad no hubiese sido esta Piedad nuestra, tal y como la conocemos y amamos. Sería otra Piedad, eso seguro. Y no sólo porque la historia o las circunstancias nos hubiesen encaminado a otro destino. Sino porque hubiera resultado imposible que en cualquier otro lugar, barrio o templo hubiese chocado la cofradía con la cruda realidad que halló aquí y que poco a poco fue conformando su espiritualidad hasta dotarla del profundo carisma que nos distingue y que nos hace ser la Piedad. Nuestra Piedad. Pues detrás de todo eso están desde siempre las canonesas. Unas monjitas herederas de un largo y antiquísimo legado, que por unas horas abrían su puerta (hace ya treinta años que no son de clausura) para hospedar amorosamente a ese grupo de piadosos -como entre ellas nos nombraban- que aparecían una vez al año con ruido y nocturnidad. Está claro que hace casi noventa años que rompemos su santa rutina. Pero lejos de reprochar nada, las canonesas han colaborado siempre con la Piedad, que era y es también suya. Y mucho.

Todavía recuerdan en la casa las tareas atropelladas de los días santos, cuando la cocina bullía de actividad con la elaboración de los dulces típicos que las monjas rescataban de una receta centenaria para agasajar a la Junta de Gobierno. Unos dulces hechos con harina, yema de huevo, azúcar, una pizquita de un condimento secreto… y anís. ¡El anís! Hoy son los cetros los encargados de aprovisionar los míticos botijos con agua y anís para saciar la sed penitencial de los cofrades al término de la procesión. Pero el origen de los botijos se esconde en el viejo huerto, donde una fuente ya desaparecida abastecía de agua a las habitantes de la casa. Allí surgió la idea de llenar los botijos para los piadosos. Y, también allí se les ocurrió a las monjitas la picardía de utilizar el anís sobrante de aquellos dulces para alegrar el largo trago botijil, valga el palabro. Y como esta anécdota, existen mil y una: las fatigas que pasaban las jóvenes novicias encargadas de planchar las largas y espesas capas de la sección montada o los preparativos de la iglesia para adecuarla a las necesidades de aquellas multitudinarias celebraciones del Ejercicio de la Piedad o las labores para recuperar el orden en el claustro tras el paso de los cofrades y sus familiares y sus ruidos en el vía crucis o los quebraderos de cabeza al disponer un espacio en el que colocar los muchos percheros que recogían las muchas prendas de abrigo que los hermanos colgaban en las Escuelas, antes de la posesión, y recogían, una vez terminada, en una sala del monasterio sin que se perdiese nada o los artículos sinceros y puntuales escritos por sor Arancha en aquella revista nuestra llamada Saeta o la generosidad al cedernos su casa cada año para las jornadas de convivencia y reflexión…

¿Cuántas cosas nos podrían contar las canonesas de nosotros mismos?, ¿cuánto nos han ayudado a ser nosotros sin que apenas se haya notado?, ¿cuántos rostros, nombres, cofrades han conocido a lo largo de tantas madrugadas, de tantas tardes santas?, ¿cuánto las conocemos nosotros? Y de pronto me pregunto, con un punto de vergüenza: ¿alguna vez he tenido una palabra hacia ellas, les he dado las gracias, les he preguntado si necesitan algo en lo que yo pueda ayudarlas, me he acercado a San Nicolás en algún otro momento del año, a cuántas celebraciones he venido a esta iglesia en la que tan feliz soy? Me remuevo inquieto con estas ideas, y otras parecidas, revoloteando en mi cerebro mientras las observo, inesperadamente culposo, ocupando su asiento de siempre para la misa. Es en ese justo momento cuando giran la cabeza y me ven. Su discreta sonrisa me llega a las últimas estancias del alma, me conmueve. Quiero pensar que sor Ana y sor Isabel están pensando algo así como: “Fíjate, hay un piadoso en San Nicolás, como siempre”. Y quiero creer que las Canonesas del Santo Sepulcro todavía se alegran de que así sea, tanto como yo me alegro de que sea así. Y rezo para que los piadosos sigamos llegando cada Viernes Santo a este santo monasterio donde desde siempre tuvimos el privilegio del hospedaje de las canonesas, tan importantes en la mejor historia de la Piedad.

Hasta pronto, querido diario.

(Continuará…)

Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad y del Sto. Sepulcro