Carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (2,6-11):
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Pablo, siempre audaz en sus exhortaciones, pone en este pasaje el dedo en la llaga. Una pequeña llaga que todos llevamos y que permitimos que se nos abra de vez en cuando, la llaga de la vanidad, de la búsqueda de prestigio, de cierto orgullo que sabe a superioridad.
Jesús, el Cristo, nos muestra el camino a seguir para construir el Mundo Nuevo, la humildad, la discreción, el trabajo abnegado y anónimo de quien no busca destacar o ganar gloria y reconocimiento, sino que pone sus talentos al servicio de la misión a que estamos llamados.
Como no podía ser de otro modo, nuestra tradición y mandato estatutario, hacen referencia a este carisma de la sencillez y discreción al obrar, recordemos cómo se nos insta a servir a la cofradía sin tardanza cuando se nos requiera (apartados e, f y g del artículo 10 del título II), o aquella frase, antes pronunciada en ciertas ocasiones; “Recuerda, hermano, que vienes aquí a servir, no a servirte (de la cofradía).
Así es como debemos conducirnos, cómo hombres cualesquiera, como la sal del mundo allá donde estemos.
Que Nuestra Señora y Nuestro Cristo de Piedad, nos ayuden a dar sin esperar nada a cambio.
“Sólo la humildad puede encontrar la Verdad” (Benedicto XVI)