Martes, 2 de mayo de 2023

La Comunión

Querido diario:

Me alegro de poder compartir contigo hoy mi luminoso estado de ánimo. Después de un marzo ventoso y de un abril lluvioso (es un decir) ha llegado por fin un mayo florido y hermoso. Puede que la realidad no se ajuste exactamente al refrán, pero aquí lo importante es la intención: hemos venido a jugar. Se sabe desde siempre que mayo, continuando con nuestras tradiciones, es el mes de las flores, del esplendor de la primavera, el mes de María y también el mes por excelencia de las comuniones. ¡Y aquí quería llegar yo! Ya te he dicho alguna vez que la Piedad es en sí misma como un microcosmos en el que sucede todo: buenos, malos y regulares acontecimientos, aquí nos ha pasado de todo. Pero hoy toca bueno, que para eso estamos en el mes de la felicidad. Así que te voy a hablar de comuniones. O, más bien, de comulgantes que se acercaron a ese día tan importante ataviados con las mejores galas que se puedan vestir para tan magnífica ocasión: el hábito de la cofradía de la Piedad. El de infante, por supuesto. Así que como otras veces ha ocurrido, hoy te invito a un recorrido por una de las historias más simpáticas de esta santa casa. ¡Nos vamos de comuniones!

Estamos en el 25 de junio de 1954, día del Sagrado Corazón, en la capilla de las Misioneras del Sagrado Corazón donde se vive una circunstancia inédita: por primera vez en la historia un niño se dispone a tomar su primera comunión vestido de joven cofrade de la Piedad. Este niño, que se llama Alfonso Villanueva Alapont, había recibido unos días antes un regalo muy especial de unos familiares: un flamante uniforme con el que habría de lucirse de estreno en su día grande. Pero Alfonsito no estaba muy conforme, porque a él le rondaba otra idea por la cabeza. Resulta que en una reciente visita a San Nicolás, su padre comentó con las canonesas que su hijo estaba a punto de hacer la comunión. La respuesta de las monjas cambiaría la percepción del joven Alfonso, su vestuario de comulgante y, en parte, significó un hito en la historia de la Piedad. “¿Y si comulgase con el hábito de infante, que es tan bonito?”, sugirieron las hermanas. Y aquello, que pareció un simple comentario volandero, caló sin embargo profundo en el sentimiento del niño que vio claro cómo quería acudir a aquella cita con el Señor. Y así llegamos otra vez a aquel día de junio y vemos al cofrade de la Piedad número 394 -hoy es el 27, ha pasado por varios cargos directivos, fue Hermano Mayor y es Hermano Consultor-, en el día más especial de su aún corta vida y vistiendo orgulloso el atuendo más especial: su hábito de la Piedad.

Don Leandro Aína Naval, nuestro primer Capellán Director, alabó la decisión de Alfonsito (así se refería a él cariñosamente) con un deseo escrito en el folleto de la siguiente cuaresma: “¡Ojalá tenga muchos imitadores! La originalidad y trascendencia de su gesto lo merecen”. Y así fue. De hecho el siguiente de la lista no tardó ni un año en imitar el gesto de su predecesor. El 27 de mayo de 1955, el niño Antonio José Ortega Tello tomaba la primera comunión junto a sus compañeros de Maristas en la capilla del colegio de la calle de San Vicente de Paúl. Y mientras el resto vestían todo tipo de adecuadas vestiduras, nuestro Antonio José iba pulcra y elegantemente vestido con la túnica blanca de nuestro uniforme. La alegría del hecho traspasó las puertas de su familia e incumbió a toda la cofradía, que veía en estos detalles un mensaje de continuidad en el amor a la Madre de la Piedad. “Es un relevo que avanza con paso firme, demostrando con hechos su cariño hacia lo que la cofradía significa. Pedimos que ese hábito que con tanto orgullo llevó sea escudo que le proteja y le acredite como embajador ante nuestra Virgen”, rogaban complacidamente desde la Junta de Gobierno.

La idea sin duda había calado entre las filas piadosas. Dos años justos tardaría un infante de la Piedad en vestirse con hábito para la misma celebración. Y así, el 27 de mayo de 1957, el niño Juan Cruz Latorre recibió su primera comunión acicalado como sus antecesores. Aunque en este caso aún se le dio un giro más de emotividad al acontecimiento, porque la comunión se llevó a efecto en la iglesia de San Nicolás de Bari, con toda la carga sentimental que el marco conllevaba tanto entonces como en nuestros días. “La fiesta resultó brillantísima colaborando a ello con todo interés la Comunidad de M.M. Comendadoras del Santo Sepulcro, que tanto afecto demuestran hacia nuestra cofradía”, se explicaba en la reseña que sobre la efeméride se redactó en el folleto correspondiente. Y a partir de aquí la anécdota se convirtió en costumbre hasta popularizarse entre las familias de la cofradía, que ya contemplaban como una opción natural eso de rescatar el hábito en el mes de mayo para que los infantes se presentasen por primera vez ante el altar. Tanto fue así, que en la siguiente tanda de 1958 ya fueron tres los comulgantes: los hermanos Fernando y José Luis Lope Dieste, a los que se sumaría Jesús Garicano Aísa. La reacción de la cofradía fue la esperada: “Este año nuestra satisfacción es triple”. Normal. Una alegría por el número que empataría con la del siguiente curso, porque otros tres muchachos repitieron el ejemplo: los hermanos del ‘grupo A’, Juan Ángel Giménez Olivas, José Antonio Fatás Cabeza y Pedro Cabeza Dronda.

En los siguientes años siguió la tradición, aunque la llegada de los felices sesenta contribuyó a despistar un tanto las formas en este asunto. Pero siguió habiendo un goteo constante de infantes que bien sea por decisión propia, por imitación de sus familiares o por impulso de sus mayores, se siguieron vistiendo de gala piadosa en ese día mágico. Es el caso de Pascual Molina Estrada, nieto de un cofrade con muchas madrugadas en su corazón acompañando a la Madre. La última ilusión del viejo cofrade se hizo realidad cuando el joven Pascual -a quien el abuelo le traspasó el nombre y el amor por la Piedad-, se vistió con el mejor de los trajes para recibir la comunión en la capilla del colegio de La Salle, en el primer mayo de los setenta. Y nuestro viaje, querido diario, llega a su fin. Te cuento: estamos en el 10 de mayo de 2014 en la iglesia de San Juan de la Cruz, donde se vive una circunstancia inédita para la mayoría del público que asiste al turno de comuniones. Uno de los niños se acerca al altar ataviado de una manera particular por diferente, única por exclusiva. En contraste con los atuendos que siguen la moda del momento, nuestro joven viste un impecable hábito blanco, lanudo y rematado con una elegante esclavina azul marino, como la ancha faja. En el pecho luce una cruz bermeja, una insignia que une a ese niño con una larga estirpe de hermanos que sostienen una fe y una forma determinada de entender la vida desde el año 1937. Ese joven se llama Alejandro Molina Valdovinos y está a punto de tomar la primera comunión vestido como vistió su padre en el mismo día y como tantos lo han hecho en esta cofradía durante tantos años: con el hábito de infante de la Piedad. Tal y como hizo por primera vez aquel otro infante llamado Alfonso, justo sesenta años antes. ¡Qué bonita es la Piedad!

Pd: Imagino, querido diario, que en este extenso relato me habré dejado otros nombres de infantes que también hicieron su primera comunión vestidos con su hábito. Lamento la omisión aunque la explicación es sencilla de entender: no conozco a todos. Sin embargo, me hace feliz pensar que año tras año, generación tras generación, algunos niños de la Piedad habrán seguido caminando hacia el altar vestidos con sus hábitos, siguiendo el ejemplo de Alfonsito -que hoy es don Alfonso-, el primer infante en ponerse un hábito como traje de comunión. Y ya sólo me queda poner por escrito un deseo, el mismo que acuñó don Leandro Aína en el año 1954: ¡Ojalá haya muchos imitadores!

Hasta pronto, querido diario.

(Continuará…)

Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad y del Sto. Sepulcro