La procesión de la noche del Viernes Santo resultó especialmente emocionante por el 75 aniversario del Cristo, el homenaje a sus conductores fallecidos y la ausencia de don Antero Hombría
Acaba de dar la última campanada de las doce de la noche del Jueves Santo, y en el mismo instante se abren las puertas de Santa Isabel, y tras los jinetes propios de la cofradía, ataviados con blancas capas, dándole a ésta gran colorido y majestuosidad, aparece el guión de la Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad y del Santo Sepulcro, seguido por los hermanos en compactas filas. Se oye el bullicio del gentío agolpado en las calles. De pronto, las notas de la Marcha Real hacen el silencio, y el paso titular aparece radiante de luces, flores y olor a incienso. Todas las calles adyacentes son ríos humanos que, atropelladamente, van a verla pasar nuevamente por segunda, tercera o cuarta vez a otro punto del trayecto. Las saetas no cesan, la emoción del público vibra llegando a su punto culminante. Zaragoza, esta noche sagrada del Jueves al Viernes Santo, no duerme. Al paso de la Madre, todos, sin excepción, caen de rodillas mientras el aire nos trae el eco de una saeta.
Ernesto Sánchez y García (1953)
Y ahora vamos a hablar de la madrugada del Viernes Santo del 2015. Aunque, en realidad, no conseguiremos ofrecer ni más emoción, ni más talento, ni más verdad, de la que aportara aquel magnífico cronista, hermano de la cofradía, que le contó a Zaragoza y a España entera allá por la década de los cincuenta, cómo era nuestra Piedad.
Nada ha cambiado desde entonces: ni la tradición, ni la emoción, ni la fe, ni las lágrimas, ni la hora, ni el recorrido, ni el público zaragozano esperándola, ni esa mirada suya, ni esa belleza suya. Fue una procesión plagada de matices y sentimientos desbocados por momentos. Fue una procesión de muchas presencias –recias e interminables filas de hachas, atronadora e inspirada sección de instrumentos- y de ausencias notables. Echamos de menos la voz suave y el verbo preciso y la palabra preciosa de don Antero, diciéndonos eso de pares a la derecha e impares a la izquierda, eso de que falta un minuto, eso de hermanos de la Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad y del Santo Sepulcro comienza la procesión… Y nos faltó su imprescindible aliento al dirigirnos en el último rezo justo antes de que Ella regrese otra vez a Zaragoza. Dios te salve María… Tuvimos a don Luis Antonio, que supo perfectamente verbalizar lo que en ese instante mágico debíamos y queríamos oír.
Fue para vivirlo, recordarlo y no olvidarlo. Con el Cristo –majestuoso, esencial en una noche tan especial- y la Piedad iluminando ya Zaragoza, las palabras del Hermano Mayor en este año de aniversario -75 años contigo- elevaron el grado de emoción al recordar a los veinticinco hombres imprescindibles que soportaron sobre sus hombros a lo largo de setenta y cinco madrugadas el divino peso de Nuestro Señor, y que ya nos esperan en el Cielo: Agustín, Alfredo, Ángel, Arturo, Carmelo, Cipriano, Enós, Fernando, José Antonio, José Juan, José, Juan, Luis, Miguel, Pedro, Vicente, Víctor, Víctor Manuel.
Fue una madrugada para el recuerdo, construida desde el recuerdo, desde la emoción, desde el corazón. Fue la Piedad andando por Zaragoza despacito, con elegancia, con humildad, arrullada por el cariño de miles y miles de ojos que buscaron el sueño de su mirada en la madrugada eterna. Las saetas y las jotas quebraron a su paso la noche, pero quizá lo más impactante resultara el silencio profundo que se produjo ya en el Boterón.
Callaron los tambores, se detuvieron los hermanos cofrades esperándola. Y en ese momento estalló un silencio que se mantuvo rotundo y respetuoso hasta que el Cristo, despacito, acompasado, magnífico, entró poderoso en su barrio para pasearse, estación a estación, antes de regresar a descansar por unas horas en San Nicolás junto a su Santísima Madre con las primeras luces del alba. Fue la madrugada del Viernes Santo, como siempre, la repetición del mejor sueño, del sueño soñado, de un sueño que no tiene fin.
La Virgen, majestuosa,
viendo en sus hijos amor,
con Jesús muerto en sus brazos,
siente alivio en su dolor.
Juan Cardona Cequiel (1954)