Martes, 28 de noviembre

El Relevo

Querido diario:

Te confieso que me seduce el rito. Me atrae esa carga emocional, mezcla de tradición y de costumbre, que conlleva y arrastra. Me conmueve pensar que lo que yo hoy contemplo y vivo, es tan idéntico a lo que han vivido y contemplado otros ojos de otras gentes de otros tiempos, a lo largo de generaciones. Otros cofrades de otra hora, con otras necesidades y otras vidas y otras realidades y otras sociedades y hasta otras formas de vestir (a veces los imagino caminando por la calle Alfonso hacia San Cayetano, con sombrero, traje de abrigado paño, largo gabán, guantes de piel, gafas de montura redonda y algún bastón), estuvieron antes que yo en una situación como la que aquí te explico hoy. Y sin embargo, en el fondo y hasta en la forma, lo que te voy a relatar viene sucediendo en esta santa casa prácticamente de manera inalterada desde hace tanto y tanto… Si descuento años y décadas mirando por el retrovisor piadoso, te diré que lo del domingo ya ha ocurrido antes hasta en veintidós ocasiones. Que traducido en años son ochenta y seis. Y si lo contabilizamos en Hermanos Mayores, nos salen esos mismos veintidós que cuadran las cuentas desde don Fernando Beltrán Ciércoles, el primero de la lista, hasta don Luis Francisco Bernal Martín, el último en tomar el Cetro.

Ya sabes que hace mucho que los cofrades de la Piedad nos reunimos en asamblea en un marco singular situado en la última planta del edificio que sirve de cuartel general y sede de la Santa y Real Hermandad del Refugio y Piedad de Zaragoza. Es un hemiciclo clásico, con alta mesa presidencial enfrentada al graderío dispuesto en media luna. A mí siempre me causa como una cierta sensación de respeto entrar a esa sala capitular, quizá porque me trae a la cabeza aquellas aulas de las universidades decimonónicas, con toda esa carga de sabiduría y conocimiento que se le supone -al menos yo- prendido entre sus paredes, sus baldosas, sus asientos de madera dura. Digo que me parece un marco tan ideal como bello para nuestras intenciones, no he dicho ni por un instante que fuese un lugar cómodo. Y más si, como sucedió el pasado domingo, hay overbooking (perdón por el anglicismo). Valga lo uno por lo otro. Durante años, la Piedad celebró estas reuniones en la que siempre consideró su casa, porque lo es, desde la fundación: San Cayetano. También una sala capitular, pero de una belleza diferente, más barroca, acogía en su seno las cuitas de los hermanos y cada cuatro años era testigo inmejorable del rito repetido de las proclamaciones de nuestros hermanos mayores. Pero como la Piedad fue un proyecto de éxito ya desde sus primeros balbuceos, hubo un momento en que aquel recoleto salón quedóse corto y estrecho para tanto hermano. Y ahí se terminó y cerró una etapa ciertamente asombrosa y maravillosa de la historia de la Piedad. 

Pero volvamos al Refugio en las primeras horas de la fría mañana que nos regaló el último domingo de noviembre, para encontrarnos con un nutridísimo desfile piadoso ascendiendo las escaleras de mármol y madera que conducen a la planta noble del edificio. Más de un centenar de hermanos colapsan y dejan pequeño el aforo del hemiciclo, obligando a improvisar asientos de urgencia con las sillas y sillones de los despachos y estancias aledañas. La Piedad, sabia como siempre, es consciente de que esta mañana de domingo reserva emociones desacostumbradas. A mí siempre me asombra y emociona la sencillez con la que ocurren las cosas en mi cofradía. ¿Qué extraña alarma avisaría a los cofrades de lo que iba a suceder? Cierto que la llamada por sí misma avisaba de una cita extraordinaria que sólo se puede ver cada cuatro años. Y también es verdad que la curiosidad por conocer y ver en vivo y en directo el quién y con quién, también aportaba atractivo a la convocatoria. Pero bueno, algo se respiraba en el ambiente ya de antemano que prometía, y el buen cofrade así lo supo interpretar sin necesidad de que nadie le pusiera en guardia. En realidad a nadie le extrañó mucho, porque ya te he comentado muchas veces que la excelencia en la Piedad no es un acto aislado, sino un hábito constante. Por eso conviene acudir a las citas y permanecer siempre muy atento -tal y como señaló en su discurso el nuevo Hermano Mayor, parafraseando, según dijo, a alguien cuyo nombre no conseguí retener-, porque a la mínima sucede un hecho portentoso y si andas despistado, te lo pierdes. Volvió a ocurrir, claro.

Lo que vino a continuación, me refiero a lo sustancial, que lo constituía el relevo de Hermano Mayor, está ya escrito con gruesas letras de molde, entre los mejores renglones de los mejores capítulos de la mejor historia de la Piedad. Y ocurrió suavemente, sin alharacas, con pausada sencillez. Como siempre son las mejores cosas en esta cofradía: de repente. Hubo un mensaje de despedida tan bonito de don Pedro Cía Blasco… Por sincero, por amable, por delicado, por sentido, por evocador, por integrador, por familiar, por distinguido, por poco pretencioso siendo de enorme altura. Quedará fijado en el oído y en la retina y en el corazón de los presentes por muchísimo tiempo, la sensibilidad extrema del orador para no olvidar a nada ni a nadie en su intervención, por el amor infinito a lo nuestro que destilaba cada frase, cada una de las palabras pronunciadas en un tono tan y tan cercano, tan lleno de cariño, que fue difícil para muchos contener la emoción que se agarraba fuerte a la garganta, que oprimía muchos corazones. Fue uno de esos instantes mágicos que suceden en la Piedad, atemporales, en los que el reloj deja de marcar la hora y todo queda quieto, retenido el momento en el tiempo y en el espacio, como para subrayar lo trascendente. Por un breve instante -o quizá no tan breve-, volvimos a la Piedad eterna, esa que nos une sin solución de continuidad a los grandes hombres de nuestra historia. Veíamos a Pedro Cía, pero por su voz templada nos hablaban los Beltrán, Sanvicente, Peclós, Zaldívar, Sanz, Herrando, Morón y tantos hermanos mayores y cofrades que desde la primera hora hasta hoy han hecho posible la inmensa obra de amor y belleza singular que es la cofradía de la Piedad. Se pararon los relojes, como en una de esas medias verónicas infinitas del maestro Morante. Si no estuviste ahí, puede que no lo creas… pero sucedió.

Ha hablado mucho este Hermano Mayor durante los últimos cuatro años, porque las circunstancias del momento así lo exigieron. Pudo hacerse a un lado y ponerse a cubierto hasta que escampara. Pero optó por salir al centro del ruedo y hacerse ver y oír. Y siempre, siempre, con una hondura en el mensaje que han convertido discursos aparentemente ordinarios, en saetas inflamadas de amor y teología. Finalizó su discurso don Pedro, terminó su etapa como Hermano Mayor, y quedó como vacío, perdida la mirada, porque lo había dicho todo. Ese último suspiro, sujetando la emoción, peleando con la lágrima, aún le dejó ver la respuesta de su cofradía puesta en pie en un largo aplauso que devolvía con amor los cuatro años de amor que nos ha ofrendado durante los años más prodigiosos y extraños de nuestra historia, el Hermano Mayor don Pedro Cía.

Doy un paso más para contarte, querido diario, que don Leandro Aína Naval, el primero de nuestros capellanes, acuñó una frase que ha definido para siempre el rito del relevo en la Piedad. Bueno, más que una frase lo que creó fue una especie de figura retórica tan acertada, que más de cincuenta años después aún aparece fresca y determinante y rotunda. Hablaba don Leandro de la antorcha, de pasar la antorcha. “La cofradía de la Piedad ha iniciado este año este relevo, la entrega de la antorcha. Y esta renovación gradual y progresiva no debe por ningún concepto ser retardada”. Aquella antorcha a la que se refería don Leandro en el año 1969 es la misma que en esa mesa presidencial le pasó, fundidos en un abrazo, un Hermano Mayor de la Piedad que se iba, a un Hermano Mayor de la Piedad que llegaba. El rito del relevo en esta santa cofradía se hace así: con un abrazo. Con el pueblo piadoso puesto en pie, arropando y dándole valor y legitimidad a ese dulce tránsito, porque es nuestro Capítulo y nadie más quien tiene el poder definitivo para bendecir el nombramiento. Y una vez aceptado y ratificado por unanimidad, el nuevo Hermano Mayor tomó el relevo impulsado por una intención irrenunciable: mantener la antorcha encendida, viva y ardiente sin que se apague jamás. En ese afán arrancó su mandato don Luis Bernal, prometiendo, además, trabajo, mucho trabajo, como en un alegato churchilliano tan lleno de emoción como de compromiso.

Por si no lo conoces, querido diario, te digo por darte una pista, que el Hermano Mayor que llega tiene precisamente un poco del estadista británico en su carácter y su manera de enfrentar la vida: extremo sentido de la responsabilidad, sacrificio, interés, empuje y trabajo, trabajo, trabajo. También cierta sorna, que viene a ser para un aragonés lo que la ironía para un hijo de la Gran Bretaña. Y una cosa más: exigencia. Para sí mismo pero también para sus compañeros de viaje. A todo eso se comprometió delante de muchísimos hermanos a los que nunca les perdió la mirada, porque no leyó un discurso sino que pronunció en voz alta una larga declaración de amor y fidelidad a los mejores valores de la Piedad. Si en algo destaca don Luis Bernal es en el profundo conocimiento que posee de la cofradía: desde su escaparate más atractivo, hasta los salones más recónditos, incluida la sala de máquinas a la que muy pocos acceden. Ha sido cocinero antes que fraile, si me permites el coloquial argumento, lo que llevado a nuestras cosas significa que en la Piedad fue antes Secretario General que Hermano Mayor. 

Así que llega a la cabeza de la hermandad con un conocimiento transversal muy ajustado de la realidad de la cofradía en todos los aspectos, fundamentalmente en todo aquello que atañe a lo más esencial. Sostuvo todos sus argumentos de presentación sobre las palabras de prohombres de la mejor historia de la Piedad, a los que citó en frases ya míticas: desde don Leandro Aína Naval hasta don Manuel Balet Salesa; y se emocionó al recordar aquel mensaje entrañable de don Enrique Octavio, tan querido para él: “En la Piedad hay que estar continuamente empezando”. Un buen cofrade amigo mío, también del Hermano Mayor, dice siempre de él que fue el primer Secretario verdaderamente profesional de la Piedad. Es cierto, y para constatarlo sólo hay que mirar su currículo profesional. También dice que detrás de su discreción y de sus buenas maneras y de su amable tono conciliador y de su demostrada bonhomía, se oculta un auténtico león dispuesto a pelear sin tregua por lo que quiere y por quien quiere. Y yo te digo, querido diario, que uno de los mayores amores de su vida es la Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad y del Santo Sepulcro.

Pd: Cuando ya al mediodía salía en solitario por la puerta de la sala capitular del Refugio, tratando de digerir todo lo que había presenciado en una mañana tan especial, acertó a alcanzarme un Hermano Consultor. Me preguntó, fijándose en mi aspecto desacostumbradamente meditabundo, qué me inquietaba. Yo simplemente le contesté que estaba algo abrumado por todo el caudal de sentimientos que acababa de vivir. Y, quizá también, por esa sensación de vértigo que siempre provocan las nuevas aventuras. Me miró, me pasó una mano por el hombro y me dijo bajando la voz: “Dile a tu diario que esté tranquilo, estamos en buenas manos”. Yo no sé cómo él pudo saber que yo tengo un diario… será porque es Consultor. Pero obediente, yo vengo aquí y te lo digo. Y me despido con la despedida del don Sergio Blanco más emocionado que nunca he visto: “Cada día estoy más orgulloso de ser de la Piedad”. Y yo.

Hasta pronto, querido diario.

(Continuará…)

Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad y del Sto. Sepulcro