Martes, 30 de enero de 2024

El Niño

Querido diario:

Cada año sucede lo mismo. En algún momento indeterminado entre el roscón de Reyes y el de San Valero, la Piedad se despereza. Ya sé que a ti, querido diario, esta circunstancia te descoloca. Y es así porque tú, como le sucede a muchos, planifica su cotidianidad en función de la inalterable paginación de su inflexible agenda. Y en ese mundo lo cierto es que enero queda a muchas páginas de marzo. Pero resulta que en mi mundo las cosas transcurren con otra lógica: yo ya percibo olores, recreo sabores, aguardo reencuentros, reanimo viejos quereres y oigo sonidos que me convocan. Y así, entre fríos y nieves, un sábado de enero volví a cerrar en mi casa los ojos y los abrí otra vez en el patio de Marianistas. Ya sé que no lo terminas de entender, pero ese ruido me llama y me emociona, como a tantos de los míos, porque me convoca con las voces de cofrades de ahora y de siempre. Y vuelvo a acudir a la cita, porque ese sonido gutural, ronco y vibrante ha vertebrado mi vida desde que tengo memoria. La Piedad me (nos) vuelve a llamar porque la hora se acerca y conviene estar preparados para lo que ha de venir en una madrugada que hoy parece lejana, pero que en realidad está a la vuelta de la esquina. Y si no me crees, querido diario, échale un ojo a tu estupenda agenda. 

Te cuento que los ensayos jamás representaron para mí una obligación, siempre fueron ilusión. Sin embargo hoy, he de admitirlo, puede que cueste más levantarse del sofá con este frío, con esta niebla, con este cierzo que te corta la cara y te congela las manos… ¡Así es imposible tocar! En realidad son los mismos fríos y nieblas y vientos de siempre, así que tal vez el auténtico problema sea yo. ¿Me he hecho mayor?, ¿he perdido la ilusión?, ¿qué me está pasando? Estas lindezas iba yo masticando camino del ensayo, cuando de pronto lo vi. Era un niño, aún pequeño, que presenciaba junto a su padre y un grupo estrecho de cofrades, la interpretación de la última marcha compuesta para la próxima Semana Santa. Disimulado detrás de una columna, no pude evitar centrar más mi atención en el comportamiento y las reacciones del joven infante, que en ese toque nuevo en el que los componentes de la selecta cuadrilla se afanaban. Mientras tanto el niño, ajeno a comentarios y opiniones, sujetaba con delicada fuerza unas pequeñas baquetas a la espalda (sólo ver ese gesto tan nuestro en un niño tan pequeño me volteó el corazón), mientras con un pie trataba de seguir los compases del toque y ni por un instante apartaba la vista de los intérpretes. Ni la llegada de más familiares, ni la llamada de atención de su padre, ni el estirón de pelo de un amigo tratando de buscar su atención, lograron descentrar al niño de su principal objetivo. 

Y de pronto lo vi agachado, de rodillas, paloteando con energía sobre el suelo rugoso y duro de unas escaleras, siguiendo a su manera y criterio el redoble de los tambores cercanos. No atendía a nadie, no miraba a nadie, y, por supuesto, no escuchaba a ninguno de los presentes. Su cabecita rizada se movía levemente de lado a lado, concentrado en el intento de atrapar el acelerado desenlace de la marcha, que sus muñecas aún demasiado tiernas no conseguían desentrañar sobre una superficie tan poco apropiada. Una voz detrás de mí me puso en antecedentes sobre la criatura: “Sólo he visto en mi vida a dos personas tan locas por esto desde tan pequeños. Éste niño es el tercero, lo lleva dentro”, sentenció. Y mientras trataba de valorar lo que me acababa de descubrir mi amigo, pensé si es que va a haber algo de verdad en eso de que estas cosas tan inciertas se traspasen, sin embargo, de algún modo cosidas al ácido desoxirribonucleico. Aunque lo que más me conmovió de la escena fue ser testigo escondido de la ilusión de un niño por la misma locura por la que tantas generaciones de piadosos hemos estado tanto tiempo ilusionados. Si esa bendita locura -seguro que éste que te cuento no es el único caso-, hemos conseguido transmitirla a las últimas generaciones, la misión está cumplida y la Piedad seguirá caminando muchos años por las calles de Zaragoza escoltada por su sección de instrumentos. Pasar la antorcha para que otro recoja el relevo y siga adelante. Ese es el legado de la Piedad. Y yo lo vi hecho realidad en un niño que estrellaba feliz sus baquetas contra el granito de una escalera.

Pd: Cuando terminó, serio y seguro de sí mismo, el infante se dirigió a su padre y le dijo algo así: “Ya me la sé”, pero eso no era lo más importante para él. Así que cogió su pequeño tambor, se lo echó a la espalda y, sin dirigirse a nadie pero dirigiéndose a todos,  apremió a la concurrencia en voz alta con una aseveración que no dejó espacio a la réplica: “Vamos, que empieza el ensayo”. Y sin decir ni una palabra, todos nos fuimos detrás de ese niño rubio al que le daba igual la niebla, el frío y el cierzo porque iba a tocar el tambor en su cofradía. ¿Te recuerda a alguien? A mí, sí.

Hasta pronto, querido diario.

(Continuará…)

Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad y del Sto. Sepulcro