Sábado, 17 de febrero

El Milagro

Querido diario:

Esta historia que te vengo a contar hoy arrancó un sábado por la mañana en un lugar cualquiera de Zaragoza, en el instante preciso en el que un hombre se desploma y para cuando llega al suelo, su cuerpo ya no tiene pulso, su corazón se ha detenido. Amigos, conocidos y coincidentes presentes en el suceso, contemplan entre el horror y el estupor la angustiosa escena. De entre todos, uno, médico de profesión, se apresura a realizarle técnicas de supervivencia, mientras otro solicita con urgencia la presencia de una ambulancia. Cuando llegan los sanitarios han transcurrido más de diez minutos, casi quince, la muerte es ya una realidad. Sin embargo, el amigo galeno que no ha dejado de masajear desesperada pero enérgica y profesionalmente el músculo cardíaco, les ruega a los recién llegados un esfuerzo más. Casi obligados por el escenario, aunque con raquíticas esperanzas, los técnicos se ponen a trabajar. De pronto -casi transcurridos veinte minutos del paro cardíaco- lo imposible: se dan cuenta de que algo pelea dentro de ese pecho por regresar, apenas perceptible, demasiado sutil, aún quebradizo, un hilo mínimo une todavía a nuestro protagonista con la vida. Y a él se aferra, junto amigos, conocidos, coincidentes y los sanitarios presentes, en una lucha desigual con la muerte que, contra todo pronóstico, en esta ocasión ganan los buenos. Nuestro hombre, por cierto cofrade de la Piedad, llega al hospital con pocas esperanzas, pero todo sale bien tras un largo, doloroso y complicado proceso médico, en el que la ciencia unida a la tecnología y al talento y a la profesionalidad y a la generosidad, devuelven al cofrade con los suyos. Quizá ya nunca será la misma vida que sentía un segundo antes del colapso, pero sin duda es vida. Y una vida que merece ser vivida intensamente. Como así ha aprendido a hacerlo este cofrade agradecido, amantísimo de la Virgen, al que la ciencia médica le salvó. Pero, ¿sólo fue cosa de la ciencia…?

En mi cofradía, tan dados a revestir con esa guasa marca de la casa hasta las verdades más trascendentes, este suceso causó honda impresión, pero nadie perdió una sonrisa que sorprendía sobremanera a los ajenos a lo nuestro. Por esa habitación del hospital pasaron durante largos meses infinidad de hermanos, amigos semanasanteros en la vía dolorosa. Acudieron Consultores, rindieron visita directivos y hasta tres Hermanos Mayores (uno que lo fue, otro que lo era y otro más que lo sería), pasaron por el hospital y se detuvieron horas delante de la cama del cofrade herido. Quien, por cierto, simplemente era un hermano más de número, sin más relevancia ni protagonismos anteriores. Sólo que llevaba prendida en el alma la escarapela que distingue a los hijos de la Madre. Y eso era suficiente, más que suficiente. Tal vez por eso, seguro que por eso, mientras el equipo médico habitual pedía prudencia y situaba la ciencia aplicada a la medicina en el origen del inesperado éxito al que asistíamos (lo cual sin duda era cierto), en esta santa casa el grupo de conspiradores de la sonrisa en la cara movía la cabeza en señal de asentimiento, pero cuando se quedaban solos iban un poco más allá en su teoría de lo sucedido. ¿Sólo la ciencia…? ¿Nada más que la ciencia…?

Y así, como quien no quiere la cosa, un día de muchos meses después del accidente, nuestro cofrade, mucho más recuperado, regresó por primera vez con su nuevo corazón a un acto principal de los nuestros. Allí fue recibido como se hace siempre en la Piedad: abrazos, besos, parabienes, golpecitos en la espalda, alguna lágrima bailarina, muchas emociones apenas contenidas y amor del de verdad. Alguien lo tenía que decir, porque aquello quemaba sentimientos, y cuando eso sucede conviene poner palabras a las emociones. Y llegó la gran pregunta: ¿había sido sólo la ciencia la que había devuelto a la vida al cofrade después de estar veinte minutos al otro lado de la puerta? En ese momento, en el que la razón y la lógica taponan otros conductos, una voz se elevó de entre el corrillo de hermanos que ya alcanzaban el dintel de San Cayetano, para sentenciar: “Hoy tenemos con nosotros al milagro de la Piedad. Y punto”. Lo dijo como sin querer, arrastrando las últimas sílabas, pero con una seguridad plena. Un segundo de silencio entre los presentes, como de asunción de la idea que encerraba mucha más carga de profundidad de la que aparentaba a primera vista… y por fin otra vez la sonrisa general (ellos sabían desde el principio por qué esa sonrisa perenne), que explotó en una nueva alegría, que ya quedó flotando en el aire y que, tantos años después, acompaña a todas las partes donde vaya a este cofrade al que todos llamamos por su nombre, pero del que todos sabemos que es un hijo predilecto de la Madre, junto a la que pasea Zaragoza en la madrugada santa con una mano en su carroza y con el corazón irremisiblemente cosido a su mirada: es el Milagro de la Piedad. Y por si no lo sabías, querido diario, hoy vengo yo aquí y te lo cuento a mi manera.

Pd: Hace unos días, un hermano piadoso, amigo suyo, le preguntó a este hombre si en este especial momento de su vida cofrade él notaba aún más la presencia de la Virgen en su día a día. Y él, cachazudamente aragonés, tendente a simplificar hasta lo más profundo, lleno de bonhomía y sinceridad, contestó con una calma y sencillez conmovedoras: “¡Cómo no la voy a sentir, si Ella me hace latir el corazón desde hace veinte años!”. No hay más preguntas, querido diario. Eso sí, muchas gracias a la ciencia. ¿Pero, sólo a la ciencia…? Y si en este momento se te ha abierto una sonrisa amplia (si se te ha puesto cara de emoticono), que sepas que tú eres uno de los nuestros. 

Hasta pronto, querido diario.

(Continuará…)

Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad y del Sto. Sepulcro