El 11-S
Querido diario:
Te cuento que hoy es 11 de septiembre. Y con decir eso, está todo dicho. Eso sí, te preguntarás con razón dónde está la relación entre aquel terrible día del 2001 y nuestra cofradía, que justifique esta entrada inesperada. Pues la hay. Y es impactante, emocionante, sorprendente, heróica, trágica, inolvidable, impresionante. Hoy te voy a hablar de Nueva York, claro, y de vuelos asesinos que llevaban prendidas en sus alas odio, dolor y muerte. Pero también debo decirte lo que seguro que ya sabes. Eso de que, como siempre sucede, de entre los hierros retorcidos, el humo, el olor a queroseno inflamado y los cuerpos rotos, surgió aquella mañana infernal lo mejor del alma del ser humano: entrega, honor, sacrificio, lealtad. Esta que te traigo es una de las miles de vidas que quedaron atrapadas en el recuerdo de aquellas torres gemelas, una mañana maldita de septiembre. Te voy a hablar de gente buena, de bomberos y de un sacerdote. Bueno, en realidad de dos. Y, aunque no lo creas, también de la Piedad.
El 11 de septiembre de 2001, Mychal Fallen Judge es un sacerdote franciscano de ascendencia irlandesa nacido en Brooklyn hace justo ese día, sesenta y ocho años y cuatro meses. A primera hora, cuando se despierta, el padre Judge no sabe que este amanecer neoyorkino que ve, será el último de su larga vida cuajada de dificultades, tropiezos y caídas, en la que sin embargo siempre hubo una constante irrefutable: el amor a Dios, a su ministerio y a las almas sufrientes, entre las que ha repartido generosamente tiempo y consuelo. Ha habido veces en las que embarcado en causas complicadas -léase personas sin hogar, inmigrantes, población LGTB, pacientes seropositivos, y otros sectores marginados por la sociedad-, ha tenido algún desencuentro con la jerarquía. Pero su obra le reporta el cariño rendido y popular de miles y miles de neoyorkinos, más allá de sus fieles, independientemente de su credo. Así que cuando en el año 1992 es nombrado capellán del cuerpo de bomberos de Nueva York, la noticia es acogida con satisfacción en todos los ámbitos sociales, políticos y religiosos de la Gran Manzana.
Al mismo tiempo que nuestro franciscano sale de su casa esa mañana, a unos kilómetros del suelo un avión corrige drásticamente su trayectoria desde Boston a Los Ángeles y pone rumbo hacia Nueva York. Llegados a este punto aparcaremos por un momento los terribles sucesos que están a punto de ocurrir, para explicar qué tiene que ver todo esto con nosotros. Pues resulta que el padre Judge, cura de los bomberos, había entablado relación con algunos sacerdotes de otras ciudades que cumplían la misma función. Así conoció y estableció una sólida amistad con el capellán de los bomberos zaragozanos, que se llamaba (y aquí viene la sorpresa…) Luis Antonio Gracia Lagarda. Y como todos sabemos, don Luis Antonio fue consiliario de la Piedad durante muchos años. Aclarado por fin el misterio que da sentido a esta historia, no nos queda más remedio que regresar a la triste realidad de aquel 11 de septiembre de hace veintidós años.
Mychal Fallen Judge apenas acaba de llegar a su despacho en el cuartel general de los bomberos, cuando el primer avión atraviesa como un misil la inmensa cristalera de la torre norte del World Trade Center y estalla en el corazón de su estructura. El drama está servido y el rascacielos condenado junto a muchos de sus habitantes. Como todos sabemos, apenas quince minutos más tarde un segundo avión repite el horror en la torre gemela. Mientras NY y el mundo entero se encoge de terror, bomberos y policías se dirigen al epicentro del desastre para evaluar la situación sobre el terreno y tratar de salvar vidas. De uno de los primeros camiones en llegar a la zona cero descienden un grupo de bomberos, y con ellos está su capellán. Todos entran al hall de la torre norte donde establecen el primer puesto de mando, despliegan a sus efectivos y algunos bomberos comienzan a subir pisos en un viaje que en muchos casos no tendrán retorno. Se habla, se grita, se llora, se ayuda, se reza… el padre Judge está en todas partes, cuando una inmensa mole se desvanece entre un rugido terrible. Rodeados de una espesa humareda que ciega los ojos, reseca la garganta y hace casi imposible respirar, nadie comprende lo que pasa. Nadie encuentra una explicación hasta que ven la magnitud de la tragedia. Acaba de colapsar la torre sur y, junto a miles de mujeres y hombres inocentes, acaba de morir de un infarto el sacerdote franciscano Mychal F. Judge.
Lo que sucedió a continuación forma parte de la iconografía más conmovedora de aquel día maldito. La imagen nos muestra a cinco hombres -bomberos y policías- cubiertos de polvo, con el rostro desencajado y los músculos en tensión, transportando en una silla a un hombre desmadejado, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada y el rostro sereno. Una de sus manos, la izquierda, se escapa por debajo del reposabrazos de la silla como si aún quisiera aprensarlo para no escurrirse del asiento. Pero el otro brazo, el derecho, se adivina colgante, ya sin sentido ni fuerza, bamboleándose al ritmo de la carrera de los porteadores. Muerto. Lo que este magnífico grupo humano traslada es el cuerpo ya cadáver del padre Judge, en una composición dramática al que pronto puso nombre la sensibilidad popular americana, impresionada por el instante que capta el fotógrafo: la rotundidad de la muerte, el espanto del atentado, el esfuerzo de los compañeros… y la víctima, a la que muchos conocen. Esa imagen, la magnífica fotografía, es conocida como La Piedad de Nueva York.
Cerca del World Trade Center, en el corazón de Manhattan, se encuentra desde siempre la Saint Peter’s Church. Una iglesia muy popular a la que acuden muchos de los católicos que trabajan en los alrededores y, por supuesto, también profesionales empleados en las inmensas torres cuyo acero ya ha empezado a consumirse como si fuese mantequilla. Hasta esa tierra sagrada llevan el cuerpo del sacerdote. Los cinco hombres no tienen tiempo de pensar, actúan por instinto, por sentido común, en un acuerdo tácito que no requiere palabras sino gestos. Y lo tienen claro. Atraviesa la nave de la iglesia y depositan el cuerpo sobre la mesa del altar. El alzacuellos es el único vestigio que queda de lo que fue en vida aquel hombre. Tal vez por eso, uno de los bomberos entra en la sacristía, coge una estola y se la coloca con delicadeza en el cuello y sobre el pecho. Con las horas, el templo se irá llenando de cadáveres, como los hospitales de todo Nueva York. Casi tres mil personas murieron en las torres gemelas la mañana del 11 de septiembre del 2001. Al padre Judge se le consideró la Víctima 0001 del atentado, de acuerdo al acta de defunción levantada en el mismo momento de su muerte, cuando su cadáver fue formalmente identificado.
Si algún día vais a Nueva York y os acercáis por esa zona, visitad el lugar. Enfrente del altar de la neoyorkina iglesia de San Pedro, allí sobre el mármol donde durante casi dos días descansó el cuerpo del padre Judge, se halla una preciosa imagen de la Piedad. Es de una belleza sobrecogedora tanto por su sencillez como por la profundidad del mensaje que nos envía. Y pese a todo el horror del que somos capaces de generar los seres humanos, allí está Ella siempre, dando esperanza: blanca, inmaculada, pura, sagrada. La Piedad.
Hasta pronto, querido diario.
(Continuará…)