Jueves, 1 de junio de 2023

El Dolor

Querido diario:

Te cuento que hoy, ya junio en el calendario, todavía quiero volver un instante la vista atrás para rescatar de entre los recuerdos de aquella madrugada santa del Viernes una última imagen que sigue firmemente encadenada a mi memoria. Te digo que guardo una imagen y sin embargo creo que no me explico bien, porque en realidad a lo que me refiero atiende más al capítulo de las sensaciones que al de las certezas materiales. Y si no, qué es el dolor: una sensación, un sentimiento, la sombra de una caricia helada. O yo qué sé… Conservo en mi retina dos momentos que te voy a relatar aquí y ahora, aunque no rostros ni fisonomías de sus protagonistas. Eso sí, recuerdo nítidamente el dolor acuoso destacando en sus miradas. Fueron dos mujeres. Una me habló. La otra sólo lloraba. Ocurrió todo cuando en los primeros metros de la calle de Alfonso una señora surgió de entre el público y se acercó calladamente hasta quienes en ese momento escoltábamos muy de cerca el paso de la Madre. El estruendo metálico de la sección apagó sus palabras hasta hacerlas inaudibles, pero la angustia en sus ojos, la crispación de sus manos y la única lágrima que ya traía resbalando por la mejilla, anunciaban un dolor inmenso sin necesidad de describirlo. Y sin embargo lo hizo, siquiera a retazos, en una frase desacompasada, lapidaria, terrible en su sencillez: “Perdóneme… he enterrado a mi hija…”. No dijo más. No pidió nada. Pero ella sabía lo que buscaba. Y yo, que jamás había estado en tal situación, supe con certeza lo que ella necesitaba de mi cofradía, de mi Virgen y, humildemente, de mí. No pedí permiso, sólo cogí cuatro claveles rosas y se los puse en la mano. Sin levantar la mirada, tal y como llegó, aquella señora, dolorosa solitaria a pie de calle, desapareció confundida entre la amalgama de espectadores, acompañada únicamente por su angustia. Ella se fue, pero aquel dolor denso quedó allí, flotando a mi alrededor, estrangulando mi corazón, asfixiando mi emoción de esa madrugada, a los pies de la Piedad. Unos minutos después, lentamente, la procesión retomó su camino, las filas se movieron y todo pareció volver a la normalidad, mientras yo trataba de recomponerme sin demasiado éxito tras aquella inesperada bofetada de cruda realidad. Aquella procesión había tomado un cariz y una profundidad inesperada.

El desfile avanzó y unos metros más allá la Piedad dejaba atrás la plaza de Sas, cuando me fijé en ella: una mujer todavía joven, aunque no una adolescente, lloraba desconsoladamente mientras su mirada buscaba entre una nebulosa de lágrimas la cara de la Madre. Lloraba sin ruido, sin exageraciones, sin aspavientos. Únicamente un leve movimiento de su cuerpo que se balanceaba incontrolable pero acompasadamente al ritmo de su sollozo, y que el abrazo cálido de una persona a su lado apenas conseguía controlar, delataba sin ambages la magnitud del sufrimiento que invadía a aquella mujer. Recuerdo que pensé algo así como ¿qué le pasará? Y me recuerdo a mí mismo inmediatamente avergonzado de mi descaro y falta de sensibilidad. Y aún más por mi falta de reacción ante el dolor que se desplegaba claramente ante mí. Esta vez nadie me pedía nada, es verdad. Pero el dolor era el mismo que había visto unos metros más atrás, aunque su raíz fuera distinta. Así que volví a coger un puñado de flores, regresé sobre mis pasos hasta ponerme a su altura y procurando no molestarla, y hasta un poco avergonzado de mi osadía, le entregué los claveles rosas. Me giré rápido porque pensé que era lo correcto, pero antes de marcharme vi cómo aquella dolorosa plantada en la acera se llevaba el ramito a los labios. Y en ese instante comprendí el verdadero significado y el valor auténtico de algo que he visto hacer tantas veces en mi cofradía desde siempre y que nunca hubiese sabido explicar hasta encontrarme con aquellas dos mujeres en la madrugada del Viernes Santo: la importancia de las flores de la Virgen. Aquí se me vino a la cabeza una idea que hoy, tantas semanas más tarde, continúa clavada en mi mente: aquella noche santa yo iba acompañando a la Piedad de Palao, pero la Piedad de verdad estaba en la calle de Alfonso y la pude ver de cerca -dicho con todo el respeto- en dos mujeres sufrientes. Y yo, como siempre han hecho los hermanos de esta santa cofradía, le puse flores a su dolor. Ojalá sirvieran…

Pd: Me resulta imposible despedir el diario de hoy sin acudir a aquella oración arreglada por nuestro primer capellán don Leandro Aína Naval para el Ejercicio de la Piedad del Viernes Santo de 1946, y que explica con santa brillantez todo lo que yo he querido expresar tan torpemente. 

Estos que ves aquí, ataviados con tu librea, alrededor de ese grupo de madres desvalidas, flores del Calvario, son tus hijos, los cofrades de la Piedad y del Santo Sepulcro, que vienen a enjugar tus lágrimas y a mitigar tu desamparo. (…) Venimos a hacerte compañía y a restañar con el bálsamo de nuestra caridad las heridas abiertas en las carnes de estas mujeres, como Tú afligidas y desoladas, que, en este Viernes Santo, están junto a nosotros postradas, como cuadro de honor, a los pies de tu imagen dolorida…

Hasta pronto, querido diario.

(Continuará…)

Cofradía de Ntra. Sra. de la Piedad y del Sto. Sepulcro